Este trabajo fue leído el 29 de mayo de 2009 en el marco del Congreso "UCA: Hacia el Bicenteneraio 2010/2016"
EL PENSAMIENTO DE JUAN JOSÉ CASTELLI EN NUESTRA ORGANIZACIÓN INSTITUCIONAL
Dice Italo Calvino en alguna página que mi memoria despachó a la papelera de reciclaje, que una disertación debe prepararse a sabiendas de que el auditorio es más inteligente que el conferenciante y que intuye sus engaños. No dudo que este auditorio sabe más que yo sobre el tema que me ha tocado en suerte. Hay aquí historiadores, gente ducha en la disciplina de escrutar el pasado. Yo, en cambio, soy un mero jurista y, a más, orientado al derecho constitucional. Es decir, soy un modesto operario de una viña jurídica que produce más pámpanos de promesas que vendimias reales. Planteada esta ineludible defensa previa y puestas mis cartas a la vista, vamos al nudo de nuestra exposición de hoy: Juan José Antonio Castelli y Villarino en nuestra proyección institucional bisecular.
Hay momentos históricos en la vida de los pueblos en que se cruza la gran ocasión propicia –el καιρός, como decían los griegos- con los hombres que están a su altura. Así ocurrió, por ejemplo, en las colonias británicas de América del Norte a fines del siglo XVIII, y así sucedió también en Buenos Aires, cabeza del Virreinato del Río de la Plata, a principios del siglo XIX. Juan José Castelli fue uno de los más destacados entre estos últimos. Por su lado paterno descendía de una familia veneciana; por la rama materna, de una parte, de un linaje gallego y, de la otra, de los González de Islas santiagueños, por donde su madre resultaba prima de la madre de Manuel Belgrano. Tenemos, pues, los elementos básicos de estirpe para hacer un argentino prototípico: Italia, Galicia, tierra adentro. Si a eso le sumamos las ondas de choque concéntricas desatadas desde la Revolución decapitadora de Luis XVI, las andanzas imperiales de Napoleón por Europa y el río de la Plata surcado por navíos de guerra y buques mercantes británicos en buen número, estaremos en condiciones de vislumbrar qué y quiénes van a mecer la cuna de nuestro primer intento de gobierno propio.
Juan José estudia aquí en el Real Colegio de San Carlos y pasa luego al Monserrat de Córdoba, con destino a cura, pero al fin culmina sus estudios en ambos derechos en la Universidad San Francisco Xavier de Charcas (o Chuquisaca, o La Plata, o la Ciudad Blanca, hoy Sucre, la ciudad a la que no se le acaban los nombres); esto es, cierra su formación en la Oxford de América. Ha ido recogiendo en esos años la base de estudios clásicos, la filosofía tradicional pasada por el cedazo de la segunda escolástica, el método de los juristas españoles y los chispazos de las Luces, de la Ilustración, de fuente italiana y francesa. Regresa a su ciudad para ejercer su profesión de abogado.
Volvamos ahora a nuestra primera comparación. Hamilton, Madison, Jefferson, por un lado; Moreno, Castelli, Belgrano, por otro. La principal diferencia salta a la vista: a igualdad de condiciones, preparación y aptitudes, los norteamericanos alcanzaron a desempeñar roles arquitectónicos decisivos en su historia institucional: Jefferson y Madison fueron presidentes de los EE.UU (Madison, antes, secretario de Estado del primero) y Hamilton secretario del Tesoro de Washington, antes de que su carrera se tronchara al caer en un duelo ante Aarón Burr. Madison y Hamilton, junto con Jay, nos dejaron los Federalist Papers, que todavía citamos y Jefferson ensayó su pluma en la Declaración de la Independencia. Veamos ahora los nuestros, indiscutiblemente, cuando menos, iguales en capacidades a los del norte, pero que debieron transitar entre precoces demoliciones. Mariano Moreno fue el secretario dínamo de la Primera (o Segunda) Junta. Habrá de impulsar la arcabuceada sumaria de Liniers, que va a ejecutar nuestro Castelli y, en definitiva, lo empuja una voluntad de sometimiento por mano militar de los pueblos del interior y no de composición y reconciliación con ellos, lo que conducirá a la anarquía posterior. Renuncia cuando los diputados del interior piden la incorporación a la Junta, de acuerdo con la circular del 27 de mayo de 1810, firmada por el propio secretario dimitente. Su hermano Manuel afirmará, improbablemente, que ella fue producto de un descuido de nuestro Castelli. En sus papeles inéditos, más que en sus escritos en la Gaceta, y también en el discutido Plan de Operaciones, quedan los grandes rasgos de un pensamiento que no tuvo tiempo para redondear. En cuanto a Belgrano, quizás el más preparado de todos ellos, se lo mandó a hacer aquello que menos sabía hacer: comandar expediciones militares. Como exquisito caballero, don Manuel Joaquín del Sagrado Corazón de Jesús se echaba a sí mismo la culpa de las derrotas y atribuía las victorias al generalato de la Santísima Virgen.
Nuestro Juan José es en Buenos Aires brillante abogado de peluca, golilla, manteo y gorra de seda ante los oidores de la Real Audiencia. Reemplaza a su primo Belgrano en el Consulado. Integra en algún momento el Cabildo. Los virreyes lo toman como hombre de consejo, y así hará don Baltasar Hidalgo de Cisneros. Su cultura es refinada y va desde la escolástica a los principios y máximas de la Revolución Francesa. Porque la otra circunstancia que separa a los prohombres del norte de sus homólogos del sur es que los primeros actuaron antes del tsunami francés y los segundos, de alguna manera, resultarían tributarios de aquel gran sacudón. Ello permitirá a los norteamericanos matizar la ideología de la modernidad, recibida primordialmente de Locke, con un sabio ejercicio de la prudencia política, que ya no estuvo al alcance de los nuestros, arrastrados por la impetuosidad de la corriente aqueróntica desatada un 14 de julio en París.
Logias hubo en el norte y en el sur. Washington juró su primera presidencia sobre la Biblia de su logia. Juan José integra, junto con su inseparable amigo y condiscípulo del Monserrat, Saturnino Rodríguez Peña, una logia de observancia británica. Antes del año X, las logias permitían mantener el sigilo ante las autoridades; luego, resultaron útiles desde los puestos de mando porque la “causa emancipadora” en contados lugares de la América Hispana fue popular y requería directivas tras las bambalinas de minorías esclarecidas.
En 1804, Juan José toma contacto con James Burke, un enviado del primer ministro Pitt, que promete una intervención de Inglaterra para apoya un movimiento rupturista con España, sin otro compromiso que asegurar vínculos comercial (Burke, en su posada, cuando lo asaltaba la morriña londinense, quemaba incienso para recrear la neblina de los bordes del Támesis). En 1806, nuestro Juan José se entrevista, como cabeza de grupo, con Beresford. Pero éste sólo puede prometer libertad comercial como la que gozan otras colonias británicas, como Trinidad, en el Caribe.
En 1808, Juan José está entre los principales de la intriga para coronar a la princesa Carlota Joaquina, hermana de Fernando y esposa del Regente de Portugal, exiliado con su corte en Río de Janeiro, maniobra observada desde muy cerca por la diplomacia británica. La primera firma del memorial que se le eleva a aquélla desde el Río de la Plata es la suya y, probablemente, sea también su principal redactor. Allí está desenvuelta la tesis de la caducidad del poder virreinal, porque América es un dominio real, y ya no hay rey. La acefalía produce la reversión de los derechos de soberanía al pueblo. Lo mismo habrá de sostener en la “Causa Reservada” seguida a Diego Paroissien (denunciado por la misma Carlota a pedido del embajador inglés en Río), a quien defiende y que luego será su médico personal en el Alto Perú. Toda la argumentación está basada irrefutablemente en el derecho hispánico, y la habrá de repetir “con autores y principios” en el Cabildo Abierto o Congreso general del 22 de mayo de 1810.
Aquel formidable alegato del 22 de mayo marca, a mi juicio, el cenit, el acmé de su pensamiento y acción política. Quizás el primer síntoma, el primer quiebre de esta hasta entonces magnífica carrera habrá de darse en el propio Cabildo Abierto. Cuando Villota, aceptando su planteo sobre la reversión de la soberanía, le objeta que no sólo al pueblo de Buenos Aires revierte ese derecho, sino también a los demás pueblos del Virreinato, por lo que era necesario oírlos previamente si quería formarse un gobierno legítimo, Castelli, según testigos (Saguí, de Vedia) queda embarazado, desconcertado. No por falta de verba, de luces o de coraje, pues le sobraban esas cualidades. El problema es que el abogado no ha previsto esta objeción tomada de su propio argumento. No se planteó previamente la cuestión, porque estaba fuera de su horizonte mental. La soberanía ha revertido al pueblo. El “pueblo”, en los hechos, son los vecinos notables y afincados de Buenos Aires, que deciden por todos los demás “pueblos”, es decir, municipios, ciudades del interior del Virreinato. La Junta Provisoria designada el 25 por el “pueblo” (los chisperos y manolos de Buenos Aires, esta vez) entró a regir los destinos del Virreinato como si fuera el mismo virrey: esta era la forma mentis del grupo, su radio de acción mental, y le costaba concebir que pudiesen las cosas plantearse de otra manera. En la teoría, para Castelli, el “pueblo” era el conjunto de individuos emancipados que han reasumido en Buenos Aires su derecho a la autodeterminación y a mandar al conjunto virreinal. Moreno lo resumirá más tarde en la Gaceta: “con la disolución de la Junta Central de Sevilla (...) cada hombre debía considerarse en el estado anterior al pacto social, de que derivan las obligaciones que ligan al rey con sus vasallos”. Pero si los individuos volvían al estado de naturaleza, los “pueblos” (municipios) del interior no; ellos debían quedar en el estado en que se encontraban bajo el virrey, huérfanos de reasunciones.
Por un lado, pues, aparece el derecho de los individuos de Buenos Aires, conjuntados en “pueblo” abstracto, y continuando la pauta virreinal, de concentrar el poder en una Junta. Por otro lado, se plantea el derecho de los “pueblos” concretos, es decir, de las ciudades y municipios, todas en pie de igualdad, a concurrir con su voluntad a darse un gobierno y un forma política. Concentración del poder en Buenos Aires, de un lado. Tendencia a una forma política confederal, del otro. Por aquí corre una línea de fractura institucional que, con distintas apariencias y diversas manifestaciones no ha podido soldarse hasta hoy. El federalismo hamiltoniano adoptado con reservas desde 1853 y afianzado a partir de 1860, se trocó poco después en un unitarismo de hecho. La “república posible” ha tenido numerosas figuraciones y desfiguraciones, pero la federación, que era su forma política (una federación republicana y representativa) no ha pasado del estado de promesa y está abierta la cuestión de si debemos tomarla en serio o definitivamente no.
Volvamos a Juan José y pasemos rápidamente por su desempeño como vocal-representante a la cabeza de la expedición al Alto Perú, en funciones semejantes a un comisario político o a un delegado de la Convención, con durísimas instrucciones en cartera. Castelli no era un hombre cruel (hay testimonios de ello); no era un Saint-Just ni un Che Guevara, que colocase la enemistad absoluta y la violencia como método regenerativo y como mito fundador. Pero la ola ideológica que lo arrastraba, así como a sus compañeros, lo obligó a una sobreactuación. Por otra parte, la espiral de las represalias venía desarrollándose a partir de la brutal represión que José Manuel Goyeneche, el mariscal Vicente Nieto y Francisco de Paula Sanz habían realizado de la rebelión del 25 de mayo de 1809 en La Paz, encabezada por Murillo, que tuvo por objeto salvaguardar a esas provincias de la posible coronación de Carlota Joaquina, entendida como entrega al rey de Portugal.
El único de aquel grupo revolucionario del Río de la Plata que alcanzó la alta edad, Nicolás Rodríguez Peña, habrá de decirle a Vicente Fidel López que sí, que fueron crueles, que salvaron a la patria como creían que debían salvarla. “Si había otros medios –decía- nosotros no los vimos ni creímos que con otros medios fuéramos capaces de hacer lo que hicimos”. Explicación y justificación que podría perfectamente invocar cualquiera al que le hayan tocado los roles sucesivos y recíprocos de víctima y victimario en la calesita impiadosa de nuestras guerras intestinas, que sigue girando, ayer con cárceles clandestinas, desapariciones y ejecuciones sumarias y hoy con tribunales que fuerzan el derecho para convertirlo en vengador de un bando. Hemos dejado de lado expresamente el único recurso político, imperfecto desde luego, que sirve al caso, esto es, la amnistía, la fuerza del olvido, que hemos hecho, en cambio, funcionar selectiva y facciosamente. Continuamos entonces presos del mal oscuro del odio interno, que malogró las virtudes de nuestro Castelli.
La campaña del Alto Perú representó para Juan José, a la inversa del plan dantesco, un breve paraíso, un prolongado purgatorio y un descenso final a los infiernos.
Paraíso: el antiguo estudiante entra triunfal a Chuquiasaca, a la cabeza de una expedición militar que se llamaba, con cierto eufemismo, “auxiliadora”.
Purgatorio: los porteños vamos tomando mala fama en el Alto Perú. Pendencieros, mujeriegos y, sobre todo, descreídos e irreverentes. Se producen aquí y allá episodios donde oficiales y tropa aparecen menospreciando a designio símbolos religiosos. Castelli intenta inútilmente poner coto a estos desmanes. Más tarde, con el ejército de Goyeneche a la vista, Monteagudo no tendrá mejor idea que subirse a un púlpito con hábitos eclesiásticos y largar un sermón sobre que la muerte es un sueño eterno. Cuenta Lamadrid en sus Memorias que, durante la batalla de Salta, increpó a un soldado, suponiéndolo porteño, y el hombre le contestó: soy cristiano, no porteño.
En las instrucciones redactadas por Moreno estaba la de “conquistar la voluntad de los indios”. El 25 de mayo de 1811, en la Puerta de Tiwanaco, la puerta preincaica del Sol, junto al templo solar de Kalasasaya, Castelli proclamó la liberación total del aborigen y su igualdad en derecho y dignidad con los criollos y europeos. Rindió homenaje al Inca e incitó a vengar sus cenizas, ante un auditorio constituido fundamentalmente por aymaras, esto s, por un pueblo sometido por el Incario. Es fama que su discurso, seguramente retransmitido por lenguaraces, terminó así: “la Revolución es vuestra madre y yo soy su enviado. ¿Qué queréis de ella? ¿Qué queréis de mí?” Y la respuesta que llegó a sus oídos fue: “abarrente, tatay”; aguardiente, señor. Es posible que ello señalase el grado de embrutecimiento a que estuvo sometido el indio. Pero también muestra que la Revolución con mayúscula buscaba el indio por caminos extraviados. Los indios servían de espías a las tropas que nuestros manuales siguen llamando “realistas” (la anécdota del mariscal Nieto); eran encuadrados por oficiales españoles y así continuarán incluso hasta después de Ayacucho en Perú y en el sur de Chile. Los indios que reivindicaba nuestro Castelli eran objeto de sevicias y desprecios por las tropas porteñas en el Alto Perú. Marco una diferencia con Artigas, que –sin proclamaciones, pero hablando guaraní- los encuadró bajo su bandera, llegando vario de ellos al alto mando, como Andresito Guazurarí, comandante general de las Misiones.
Surgía aquí el problema, propiamente moderno, de la identidad, que hoy es objeto de vivo debate, ante todo en las mismas tierras donde hizo sus proclamaciones nuestro Castelli. El tríptico de la Revolución Francesa podría enunciarse hoy: libertad, igualdad, identidad. Vemos que, frente a la globalización homogeneizante y reductiva, se plantean afirmaciones identitarias étnicas, convulsivas y paroxísticas, encerrándonos en un conflicto binario entre homogeneización global o repliegue identitario, muchas veces artificialmente reanimado. Castelli le hablaba entonces al indio desde la ideología de la época: la emancipación. La independencia es una afirmación política; la emancipación, un postulado ideológico. La emancipación –palabra clave de la época- es la primera ideología de la modernidad, y nuestros padres fundadores están, en buena medida, permeados por ella. Proclama la autonomía moral individual. La salida de la minoría de edad del ser humano por medio de la razón. El lema lo lanzó Kant: sápere aude! Es la ideología de la emancipación del individuo abstracto que se transforma en la ideología de la emancipación de un sujeto colectivo abstracto, la Nación jacobina, la Clase, la Raza, el Estado. Como hoy el Estado nación fracasa como proveedor de identidad (sólo nos da documentos de identidad y lo único que le interesa es nuestro número de CUIT o CUIL) se buscan identidades de recambio, en raíces étnicas remotas o bien en el mundo virtual.
Juan José está a punto de entrar en el infierno. Junio de 1811, junto al Desaguadero. Durante la tregua con Goyeneche, nuestro hombre escribe a Buenos Aires que habrá una batalla “cuyo feliz resultado pronostico metafísicamente”. El encuentro, como se sabe, terminó físicamente con el desbande nuestra tropa. “Se apoderó de todos los hombres un terror extraordinario”, dirá Viamonte. Más que vencer Goyeneche, fueron vencidos los nuestros.
Último acto en Buenos Aires. Preso en el cuartel de Patricios (luego liberado cuando el motín de las trenzas) encara su defensa con la voluntad de siempre de no darse por vencido. Su hija Ángela, de 17 años, una jovencita brillante, está enamorada del capitán Francisco Xavier de Igarzábal, edecán del viejo enemigo Saavedra. Castelli se niega a dar su consentimiento al matrimonio. En un escrito notabilísimo por su factura, libra su último combate como abogado en causa propia: “la libertad inmoderada descubre consecuencias indefinidas y funestas”, encuentra en esos momentos.
Lo demás es sabido. El cáncer, la amputación de la lengua. El 12 de octubre de 1812 murió como un cristiano. Él, que había manejado fondos ingentes en el Alto Perú, murió pobre. Su casa debió ser puesta en venta. Su sucesión entró en concurso. El saldo de sus sueldos fue pagado a su viuda trece años más tarde. Sus restos yacen en la iglesia de San Ignacio, inidentificables entre los existentes en la cripta y sin una lápida que lo mencione.-
Como buen latinista, de haber tenido que redactar un epitafio, quizás habría escrito: quaesivi et non inveni: busqué y no encontré. Rindamos homenaje a la intensidad de su búsqueda.-
Hay momentos históricos en la vida de los pueblos en que se cruza la gran ocasión propicia –el καιρός, como decían los griegos- con los hombres que están a su altura. Así ocurrió, por ejemplo, en las colonias británicas de América del Norte a fines del siglo XVIII, y así sucedió también en Buenos Aires, cabeza del Virreinato del Río de la Plata, a principios del siglo XIX. Juan José Castelli fue uno de los más destacados entre estos últimos. Por su lado paterno descendía de una familia veneciana; por la rama materna, de una parte, de un linaje gallego y, de la otra, de los González de Islas santiagueños, por donde su madre resultaba prima de la madre de Manuel Belgrano. Tenemos, pues, los elementos básicos de estirpe para hacer un argentino prototípico: Italia, Galicia, tierra adentro. Si a eso le sumamos las ondas de choque concéntricas desatadas desde la Revolución decapitadora de Luis XVI, las andanzas imperiales de Napoleón por Europa y el río de la Plata surcado por navíos de guerra y buques mercantes británicos en buen número, estaremos en condiciones de vislumbrar qué y quiénes van a mecer la cuna de nuestro primer intento de gobierno propio.
Juan José estudia aquí en el Real Colegio de San Carlos y pasa luego al Monserrat de Córdoba, con destino a cura, pero al fin culmina sus estudios en ambos derechos en la Universidad San Francisco Xavier de Charcas (o Chuquisaca, o La Plata, o la Ciudad Blanca, hoy Sucre, la ciudad a la que no se le acaban los nombres); esto es, cierra su formación en la Oxford de América. Ha ido recogiendo en esos años la base de estudios clásicos, la filosofía tradicional pasada por el cedazo de la segunda escolástica, el método de los juristas españoles y los chispazos de las Luces, de la Ilustración, de fuente italiana y francesa. Regresa a su ciudad para ejercer su profesión de abogado.
Volvamos ahora a nuestra primera comparación. Hamilton, Madison, Jefferson, por un lado; Moreno, Castelli, Belgrano, por otro. La principal diferencia salta a la vista: a igualdad de condiciones, preparación y aptitudes, los norteamericanos alcanzaron a desempeñar roles arquitectónicos decisivos en su historia institucional: Jefferson y Madison fueron presidentes de los EE.UU (Madison, antes, secretario de Estado del primero) y Hamilton secretario del Tesoro de Washington, antes de que su carrera se tronchara al caer en un duelo ante Aarón Burr. Madison y Hamilton, junto con Jay, nos dejaron los Federalist Papers, que todavía citamos y Jefferson ensayó su pluma en la Declaración de la Independencia. Veamos ahora los nuestros, indiscutiblemente, cuando menos, iguales en capacidades a los del norte, pero que debieron transitar entre precoces demoliciones. Mariano Moreno fue el secretario dínamo de la Primera (o Segunda) Junta. Habrá de impulsar la arcabuceada sumaria de Liniers, que va a ejecutar nuestro Castelli y, en definitiva, lo empuja una voluntad de sometimiento por mano militar de los pueblos del interior y no de composición y reconciliación con ellos, lo que conducirá a la anarquía posterior. Renuncia cuando los diputados del interior piden la incorporación a la Junta, de acuerdo con la circular del 27 de mayo de 1810, firmada por el propio secretario dimitente. Su hermano Manuel afirmará, improbablemente, que ella fue producto de un descuido de nuestro Castelli. En sus papeles inéditos, más que en sus escritos en la Gaceta, y también en el discutido Plan de Operaciones, quedan los grandes rasgos de un pensamiento que no tuvo tiempo para redondear. En cuanto a Belgrano, quizás el más preparado de todos ellos, se lo mandó a hacer aquello que menos sabía hacer: comandar expediciones militares. Como exquisito caballero, don Manuel Joaquín del Sagrado Corazón de Jesús se echaba a sí mismo la culpa de las derrotas y atribuía las victorias al generalato de la Santísima Virgen.
Nuestro Juan José es en Buenos Aires brillante abogado de peluca, golilla, manteo y gorra de seda ante los oidores de la Real Audiencia. Reemplaza a su primo Belgrano en el Consulado. Integra en algún momento el Cabildo. Los virreyes lo toman como hombre de consejo, y así hará don Baltasar Hidalgo de Cisneros. Su cultura es refinada y va desde la escolástica a los principios y máximas de la Revolución Francesa. Porque la otra circunstancia que separa a los prohombres del norte de sus homólogos del sur es que los primeros actuaron antes del tsunami francés y los segundos, de alguna manera, resultarían tributarios de aquel gran sacudón. Ello permitirá a los norteamericanos matizar la ideología de la modernidad, recibida primordialmente de Locke, con un sabio ejercicio de la prudencia política, que ya no estuvo al alcance de los nuestros, arrastrados por la impetuosidad de la corriente aqueróntica desatada un 14 de julio en París.
Logias hubo en el norte y en el sur. Washington juró su primera presidencia sobre la Biblia de su logia. Juan José integra, junto con su inseparable amigo y condiscípulo del Monserrat, Saturnino Rodríguez Peña, una logia de observancia británica. Antes del año X, las logias permitían mantener el sigilo ante las autoridades; luego, resultaron útiles desde los puestos de mando porque la “causa emancipadora” en contados lugares de la América Hispana fue popular y requería directivas tras las bambalinas de minorías esclarecidas.
En 1804, Juan José toma contacto con James Burke, un enviado del primer ministro Pitt, que promete una intervención de Inglaterra para apoya un movimiento rupturista con España, sin otro compromiso que asegurar vínculos comercial (Burke, en su posada, cuando lo asaltaba la morriña londinense, quemaba incienso para recrear la neblina de los bordes del Támesis). En 1806, nuestro Juan José se entrevista, como cabeza de grupo, con Beresford. Pero éste sólo puede prometer libertad comercial como la que gozan otras colonias británicas, como Trinidad, en el Caribe.
En 1808, Juan José está entre los principales de la intriga para coronar a la princesa Carlota Joaquina, hermana de Fernando y esposa del Regente de Portugal, exiliado con su corte en Río de Janeiro, maniobra observada desde muy cerca por la diplomacia británica. La primera firma del memorial que se le eleva a aquélla desde el Río de la Plata es la suya y, probablemente, sea también su principal redactor. Allí está desenvuelta la tesis de la caducidad del poder virreinal, porque América es un dominio real, y ya no hay rey. La acefalía produce la reversión de los derechos de soberanía al pueblo. Lo mismo habrá de sostener en la “Causa Reservada” seguida a Diego Paroissien (denunciado por la misma Carlota a pedido del embajador inglés en Río), a quien defiende y que luego será su médico personal en el Alto Perú. Toda la argumentación está basada irrefutablemente en el derecho hispánico, y la habrá de repetir “con autores y principios” en el Cabildo Abierto o Congreso general del 22 de mayo de 1810.
Aquel formidable alegato del 22 de mayo marca, a mi juicio, el cenit, el acmé de su pensamiento y acción política. Quizás el primer síntoma, el primer quiebre de esta hasta entonces magnífica carrera habrá de darse en el propio Cabildo Abierto. Cuando Villota, aceptando su planteo sobre la reversión de la soberanía, le objeta que no sólo al pueblo de Buenos Aires revierte ese derecho, sino también a los demás pueblos del Virreinato, por lo que era necesario oírlos previamente si quería formarse un gobierno legítimo, Castelli, según testigos (Saguí, de Vedia) queda embarazado, desconcertado. No por falta de verba, de luces o de coraje, pues le sobraban esas cualidades. El problema es que el abogado no ha previsto esta objeción tomada de su propio argumento. No se planteó previamente la cuestión, porque estaba fuera de su horizonte mental. La soberanía ha revertido al pueblo. El “pueblo”, en los hechos, son los vecinos notables y afincados de Buenos Aires, que deciden por todos los demás “pueblos”, es decir, municipios, ciudades del interior del Virreinato. La Junta Provisoria designada el 25 por el “pueblo” (los chisperos y manolos de Buenos Aires, esta vez) entró a regir los destinos del Virreinato como si fuera el mismo virrey: esta era la forma mentis del grupo, su radio de acción mental, y le costaba concebir que pudiesen las cosas plantearse de otra manera. En la teoría, para Castelli, el “pueblo” era el conjunto de individuos emancipados que han reasumido en Buenos Aires su derecho a la autodeterminación y a mandar al conjunto virreinal. Moreno lo resumirá más tarde en la Gaceta: “con la disolución de la Junta Central de Sevilla (...) cada hombre debía considerarse en el estado anterior al pacto social, de que derivan las obligaciones que ligan al rey con sus vasallos”. Pero si los individuos volvían al estado de naturaleza, los “pueblos” (municipios) del interior no; ellos debían quedar en el estado en que se encontraban bajo el virrey, huérfanos de reasunciones.
Por un lado, pues, aparece el derecho de los individuos de Buenos Aires, conjuntados en “pueblo” abstracto, y continuando la pauta virreinal, de concentrar el poder en una Junta. Por otro lado, se plantea el derecho de los “pueblos” concretos, es decir, de las ciudades y municipios, todas en pie de igualdad, a concurrir con su voluntad a darse un gobierno y un forma política. Concentración del poder en Buenos Aires, de un lado. Tendencia a una forma política confederal, del otro. Por aquí corre una línea de fractura institucional que, con distintas apariencias y diversas manifestaciones no ha podido soldarse hasta hoy. El federalismo hamiltoniano adoptado con reservas desde 1853 y afianzado a partir de 1860, se trocó poco después en un unitarismo de hecho. La “república posible” ha tenido numerosas figuraciones y desfiguraciones, pero la federación, que era su forma política (una federación republicana y representativa) no ha pasado del estado de promesa y está abierta la cuestión de si debemos tomarla en serio o definitivamente no.
Volvamos a Juan José y pasemos rápidamente por su desempeño como vocal-representante a la cabeza de la expedición al Alto Perú, en funciones semejantes a un comisario político o a un delegado de la Convención, con durísimas instrucciones en cartera. Castelli no era un hombre cruel (hay testimonios de ello); no era un Saint-Just ni un Che Guevara, que colocase la enemistad absoluta y la violencia como método regenerativo y como mito fundador. Pero la ola ideológica que lo arrastraba, así como a sus compañeros, lo obligó a una sobreactuación. Por otra parte, la espiral de las represalias venía desarrollándose a partir de la brutal represión que José Manuel Goyeneche, el mariscal Vicente Nieto y Francisco de Paula Sanz habían realizado de la rebelión del 25 de mayo de 1809 en La Paz, encabezada por Murillo, que tuvo por objeto salvaguardar a esas provincias de la posible coronación de Carlota Joaquina, entendida como entrega al rey de Portugal.
El único de aquel grupo revolucionario del Río de la Plata que alcanzó la alta edad, Nicolás Rodríguez Peña, habrá de decirle a Vicente Fidel López que sí, que fueron crueles, que salvaron a la patria como creían que debían salvarla. “Si había otros medios –decía- nosotros no los vimos ni creímos que con otros medios fuéramos capaces de hacer lo que hicimos”. Explicación y justificación que podría perfectamente invocar cualquiera al que le hayan tocado los roles sucesivos y recíprocos de víctima y victimario en la calesita impiadosa de nuestras guerras intestinas, que sigue girando, ayer con cárceles clandestinas, desapariciones y ejecuciones sumarias y hoy con tribunales que fuerzan el derecho para convertirlo en vengador de un bando. Hemos dejado de lado expresamente el único recurso político, imperfecto desde luego, que sirve al caso, esto es, la amnistía, la fuerza del olvido, que hemos hecho, en cambio, funcionar selectiva y facciosamente. Continuamos entonces presos del mal oscuro del odio interno, que malogró las virtudes de nuestro Castelli.
La campaña del Alto Perú representó para Juan José, a la inversa del plan dantesco, un breve paraíso, un prolongado purgatorio y un descenso final a los infiernos.
Paraíso: el antiguo estudiante entra triunfal a Chuquiasaca, a la cabeza de una expedición militar que se llamaba, con cierto eufemismo, “auxiliadora”.
Purgatorio: los porteños vamos tomando mala fama en el Alto Perú. Pendencieros, mujeriegos y, sobre todo, descreídos e irreverentes. Se producen aquí y allá episodios donde oficiales y tropa aparecen menospreciando a designio símbolos religiosos. Castelli intenta inútilmente poner coto a estos desmanes. Más tarde, con el ejército de Goyeneche a la vista, Monteagudo no tendrá mejor idea que subirse a un púlpito con hábitos eclesiásticos y largar un sermón sobre que la muerte es un sueño eterno. Cuenta Lamadrid en sus Memorias que, durante la batalla de Salta, increpó a un soldado, suponiéndolo porteño, y el hombre le contestó: soy cristiano, no porteño.
En las instrucciones redactadas por Moreno estaba la de “conquistar la voluntad de los indios”. El 25 de mayo de 1811, en la Puerta de Tiwanaco, la puerta preincaica del Sol, junto al templo solar de Kalasasaya, Castelli proclamó la liberación total del aborigen y su igualdad en derecho y dignidad con los criollos y europeos. Rindió homenaje al Inca e incitó a vengar sus cenizas, ante un auditorio constituido fundamentalmente por aymaras, esto s, por un pueblo sometido por el Incario. Es fama que su discurso, seguramente retransmitido por lenguaraces, terminó así: “la Revolución es vuestra madre y yo soy su enviado. ¿Qué queréis de ella? ¿Qué queréis de mí?” Y la respuesta que llegó a sus oídos fue: “abarrente, tatay”; aguardiente, señor. Es posible que ello señalase el grado de embrutecimiento a que estuvo sometido el indio. Pero también muestra que la Revolución con mayúscula buscaba el indio por caminos extraviados. Los indios servían de espías a las tropas que nuestros manuales siguen llamando “realistas” (la anécdota del mariscal Nieto); eran encuadrados por oficiales españoles y así continuarán incluso hasta después de Ayacucho en Perú y en el sur de Chile. Los indios que reivindicaba nuestro Castelli eran objeto de sevicias y desprecios por las tropas porteñas en el Alto Perú. Marco una diferencia con Artigas, que –sin proclamaciones, pero hablando guaraní- los encuadró bajo su bandera, llegando vario de ellos al alto mando, como Andresito Guazurarí, comandante general de las Misiones.
Surgía aquí el problema, propiamente moderno, de la identidad, que hoy es objeto de vivo debate, ante todo en las mismas tierras donde hizo sus proclamaciones nuestro Castelli. El tríptico de la Revolución Francesa podría enunciarse hoy: libertad, igualdad, identidad. Vemos que, frente a la globalización homogeneizante y reductiva, se plantean afirmaciones identitarias étnicas, convulsivas y paroxísticas, encerrándonos en un conflicto binario entre homogeneización global o repliegue identitario, muchas veces artificialmente reanimado. Castelli le hablaba entonces al indio desde la ideología de la época: la emancipación. La independencia es una afirmación política; la emancipación, un postulado ideológico. La emancipación –palabra clave de la época- es la primera ideología de la modernidad, y nuestros padres fundadores están, en buena medida, permeados por ella. Proclama la autonomía moral individual. La salida de la minoría de edad del ser humano por medio de la razón. El lema lo lanzó Kant: sápere aude! Es la ideología de la emancipación del individuo abstracto que se transforma en la ideología de la emancipación de un sujeto colectivo abstracto, la Nación jacobina, la Clase, la Raza, el Estado. Como hoy el Estado nación fracasa como proveedor de identidad (sólo nos da documentos de identidad y lo único que le interesa es nuestro número de CUIT o CUIL) se buscan identidades de recambio, en raíces étnicas remotas o bien en el mundo virtual.
Juan José está a punto de entrar en el infierno. Junio de 1811, junto al Desaguadero. Durante la tregua con Goyeneche, nuestro hombre escribe a Buenos Aires que habrá una batalla “cuyo feliz resultado pronostico metafísicamente”. El encuentro, como se sabe, terminó físicamente con el desbande nuestra tropa. “Se apoderó de todos los hombres un terror extraordinario”, dirá Viamonte. Más que vencer Goyeneche, fueron vencidos los nuestros.
Último acto en Buenos Aires. Preso en el cuartel de Patricios (luego liberado cuando el motín de las trenzas) encara su defensa con la voluntad de siempre de no darse por vencido. Su hija Ángela, de 17 años, una jovencita brillante, está enamorada del capitán Francisco Xavier de Igarzábal, edecán del viejo enemigo Saavedra. Castelli se niega a dar su consentimiento al matrimonio. En un escrito notabilísimo por su factura, libra su último combate como abogado en causa propia: “la libertad inmoderada descubre consecuencias indefinidas y funestas”, encuentra en esos momentos.
Lo demás es sabido. El cáncer, la amputación de la lengua. El 12 de octubre de 1812 murió como un cristiano. Él, que había manejado fondos ingentes en el Alto Perú, murió pobre. Su casa debió ser puesta en venta. Su sucesión entró en concurso. El saldo de sus sueldos fue pagado a su viuda trece años más tarde. Sus restos yacen en la iglesia de San Ignacio, inidentificables entre los existentes en la cripta y sin una lápida que lo mencione.-
Como buen latinista, de haber tenido que redactar un epitafio, quizás habría escrito: quaesivi et non inveni: busqué y no encontré. Rindamos homenaje a la intensidad de su búsqueda.-
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